viernes, 10 de julio de 2009

De Cataluña y los catalanes

Venir a San Lorenzo de El Escorial se ha convertido para mi en algo no se si obligatorio pero si cotidiano. Pasar una semana alejado de Ceuta, ciudad a la que no soy sospechoso de denigrar, paseando por los alrededores del monasterio, reencontrándome con viejas amistades y tomando alguna copa en cualquier terraza alrededor de Juan de Leyva o la plaza de la Constitución es algo, como lo bueno, a lo que uno termina por acostumbrarse. Es una localidad acostumbrada a ver pasar por aquí a lo más granado de la sociedad: la semana que viene, sin ir más lejos, deambularán alrededor del Monasterio o por el majestuoso Felipe II -donde Manuel Azaña escribía sus memorias y Luis Miguel Dominguín sus leyendas de alcoba con Ava Gardner- el clan Sheen o la hija de Bobby Kennedy. Y, sin embargo, conserva ese aire entrañable que lleva al taxista que te cogió el domingo a pararse el miércoles por la mañana y contarte que un día fue a Ceuta a por queso de bola.
Este año, rodeado de vocablos deportivos y anécdotas de mil retransmisiones, he vuelto a coincidir con varios catalanes. Y el tema idiomático surgió: ¿es el catalán un elemento diferenciador?.
La sonoridad de la lengua de Gimferrer, esa que Aznar hablaba en la intimidad, invita a acercarse a ella, a aprenderla. Me maravilla ver parlar en catalán a un cántabro que hace patria de Santander, como es Fermín Bocos, con una pronunciación que para sí hubiera querido el ciclón de las Azores.
Los catalanes y catalanas con los que he compartido los últimos días llegan, curiosamente, a la misma reflexión que yo. Es decir: la escasez de miras de la clase política y el victimismo generalizado de ciertas ideologías ha convertido el catalán no en un símbolo de riqueza, sino de disgregación. Me cuenta alguna persona catalana, de padres catalanes, lo difícil que es ser catalán y pensar en castellano. Es una hermosa región, sin duda alguna. Barcelona sigue siendo la capital del Mediterráneo, tras cuyas cañas seguimos escondiendo millones de sus hijos nuestro primer amor mientras le vemos irse y venir contínuamente. Pero me duele que, por los complejos de los individuos que manejan el cortijo, los catalanes hayan terminado por vernos como a opresores y nosotros a ellos como desagradecidos. Más me tranquiliza ver que, políticos al margen, el resto de los ciudadanos de este país podemos seguir mirándonos a los ojos, compartir mesa y copas y dar una lección a los caciques que han convertido a Cataluña en un objeto de permanente debate.

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